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Resulta sumamente revelador darse cuenta de que casi todo aquello por lo que estamos dispuest@s a vivir o morir son historias que nos contamos. Cuestiones tan determinantes en nuestras sociedades como el prestigio, la religión, las naciones y, por supuesto, el dinero, no son verdades universales, atemporales y que existen en la realidad independiente de nuestra mirada, sino cosas que existen porque compartimos la creencia de que existen. La creencia compartida dota a estas historias de valor simbólico. Esto es, las naciones, el dinero, etc. sólo tienen valor si creemos conjuntamente que tienen valor. Si «jugamos al juego» de creer en ellas, como cuando de pequeñ@s establecíamos que un secador de pelo era una pistola láser y el baño una fortaleza impenetrable, y quienes jugaban lo asumían así a lo largo del juego. En resumen, el valor de casi todo aquello que es importante para nosotr@s es simbólico y se construye a través del lenguaje en nuestra interacción con la sociedad y la cultura.

Esto no significa que debamos valorar, como Diógenes el cínico, sólo aquello que es verdaderamente necesario, como el aire, el agua y el alimento. Como explica con magistral claridad Yuval Noah Harari en Sapiens. De animales a dioses: Una breve historia de la humanidad, de no haber sido por las historias compartidas (él les llama «ficciones», y otr@s autor@s les han llamado constructos, relatos, narrativas, entre otros nombres) jamás habríamos logrado formar sociedades ni cooperar en grandes grupos y, para bien o para mal, ninguno de los logros de nuestra especie existiría. Además, la complejidad de las sociedades que hemos creado hace casi imposible mantenerse al margen de cuestiones como el sistema financiero y las nacionalidades, incluso si decidiéramos vivir como ermitañ@s. Aún así, me parece esencial para la paz entre individuos y sociedades ser conscientes de que son sólo eso, historias con valor simbólico, que casi siempre se han creado para mantener las estructuras de poder existentes en el contexto en el que fueron creadas.

Cuando entendemos estas historias como verdades absolutas y, sobre todo, cuando intentamos imponerlas a otras personas, el resultado suele ser la violencia. A veces esta violencia es simbólica, como cuando se invalidan o hacen invisibles las necesidades, valores, saberes, y sentires de sectores menos poderosos, y se imponen los de sectores más poderosos. Por ejemplo, cuando se tiene en cuenta la perspectiva y necesidades de hombres por encima de la de mujeres, de blanc@s sobre cualquier otra raza, heterosexuales sobre homosexuales, etc. A veces, la violencia también es material, como tristemente atestigua el últimamente creciente número de crímenes machistas, xenófobos, racistas, homófobos, etc. (Fuente: Informe sobre la evolución de los delitos de odio en España 2023, Ministerio del Interior).

Ahora bien, dejando de lado las nociones de nación, prestigio, religión y dinero, ¿qué historias rigen nuestro actuar y sentir cotidiano? Soy de la creencia de que casi todo lo individual es social. Es decir, que los rasgos y aspectos que consideramos que definen nuestra personalidad e identidad son también, en su mayoría, construidos a través de nuestras interacciones con sociedad y cultura. Por ejemplo, la tendencia de los hombres en muchas de nuestras sociedades a no saber interpretar, expresar y gestionar nuestras emociones, suele tener de base no la genética, sino el relato social acerca de lo que es «ser un hombre», que guía los refuerzos y castigos que recibimos desde el nacimiento por parte de familia, escuela, los medios de comunicación, etc. Lo mismo puede decirse de casi cualquier otro concepto que usemos para definirnos.

Nacemos y crecemos en el contexto de montones de  historias acerca de lo que se es y lo que no se es (la alteridad: las fronteras que separan el «nosotr@s» del «ell@s»). Por lo mismo, las culturas suelen ser repetitivas en su producción de personalidades e identidades, lo cual a menudo lleva a interpretar los actuares, pensares y sentires que se repiten en ciertos colectivos de personas como naturales (por ejemplo, los hombres con su gestión emocional).  La atribución de estas características socialmente construidas a cuestiones naturales como la genética y la evolución (conocida en filosofía como «la falacia de la naturaleza»), conlleva muchos peligros. Una vez que nuestras sociedades consideran un tipo de relato como «natural» (por ejemplo, lo que debe ser un hombre), toda desviación de dicho relato pasa automáticamente a considerarse «anti-natural», lo cual casi invariablemente resulta en rechazo, discriminación, violencia o, en el peor de los casos, eliminación.

En terapia narrativa se suele trabajar en identificar esas historias o relatos que constituyen (y a menudo constriñen) nuestras personalidades e identidades, con el objetivo de determinar hasta qué punto son esas historias las que preferimos para regir nuestras vidas, o si preferimos editar o reescribir historias que sean más personales, más artesanales, y que nos permitan un mayor campo de acción en nuestro vivir cotidiano.

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