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    En el marco de nuestras culturas contemporáneas occidentales es difícil alejarnos de la idea de que, «ahí dentro» de nosotros, existe una identidad fija, inamovible y esencial, y que de algún modo es nuestra misión encontrarla, y que nuestros sentimientos, conductas, deseos, etc, son un reflejo superficial de esa identidad profunda que «verdaderamente» somos. 

    Lejos de ser una «verdad» objetiva y eterna, esta concepción de la identidad (conocida como postura esencialista) es un producto cultural, resultado de un proceso histórico, como bien expone Michel Foucault (en Historia de la Locura en la Época Clásica y El Nacimiento de la Biopolítica, entre otros). En otras palabras, entender nuestra identidad como algo fijo, verdadero, que está «ahí dentro» de nosotros, sólo es, como toda creencia, un relato más que nuestras culturas van incorporando, modificando y construyendo a medida que las ideas y modos de pensar van entrelazándose y reemplazándose unas a otras en el fluir de la historia. 

    Desde la terapia narrativa (y otros modelos de terapia afines) cuestionar este relato acerca de lo que somos tiene una gran importancia. Este modelo de trabajo entiende a la identidad no como algo individual y fijo, sino como algo que se construye a través de las interacciones con otras personas, y que es profundamente dependiente del contexto cultural, social e histórico. Se trata de una narrativa (una historia) que está en constante construcción y deconstrucción a medida que negociamos y re-negociamos significados en nuestras interacciones, algo en constante flujo y transformación. Este modo de entender la identidad se ve reflejado en uno de los aspectos más característicos de la terapia narrativa: la externalización (de la que hablaremos la próxima vez), ya que esta implica dejar de entender la problemática que la persona trae a terapia como parte de su identidad esencial, y entenderla en cambio como un rasgo cultural, una forma de nombrar y de clasificar que se nos cuelga como un sambenito desde la sociedad y la cultura, y que hemos incorporado a la historia que nos contamos de lo que somos.

    Como consecuencia de este modo narrativo y contra-cultural de concebir a la identidad, dejamos de ver a las expresiones humanas (conductas, sentimientos, etc) como «pistas» de un «yo profundo y verdadero», y comenzamos a concebirlas como resultado de una historia de vida tejida con las historias de vida de otr@s, en torno a temas relacionados y valores compartidos, una identidad dinámica y relacional que las personas viven según intenciones (no esencias) que reflejan lo que valoran en la vida. 

    La terapia narrativa pretende ser un espacio seguro en el que las personas puedan revisar o reescribir sus historias personales en términos más propios y menos impuestos desde la cultura y la sociedad. Se trata de replantear aquellas historias problemáticas y encontrar nuevos significados que nos permitan construir identidades menos constreñidas, más ricas, diversas y empoderadas. 


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